Puede resultar extraño que nos preguntemos si nos estamos quedando sin espacio, pero los despliegues cada vez más frecuentes de satélites LEO (siglas inglesas de órbita terrestre baja) para telecomunicaciones por parte de Space X, Amazon, OneWeb y otras firmas son motivo suficiente para que dicha pregunta cobre una importancia cada vez mayor.

El número de satélites que circulan en distintas órbitas parece crecer con rapidez. Dewesoft, fabricante de sistemas de adquisición de datos, informó en su momento de que el día 1 de setiembre de 2021 había un total de 4.550 satélites en órbita, a partir de cifras recopiladas por la UCS Satellite Database, el Instituto Europeo de Investigación Espacial y la Space Foundation.

Para finales de 2021, el grupo ecologista estadounidense The Union of Concerned Scientists informó de un total de 4.852 satélites en diversas órbitas. 4.078 de ellos eran LEO, considerándose como tales a los que se sitúan entre 400 y 1.200 km por encima de la superficie terrestre.

Por su parte, Stijn Lemmens, analista principal de la ESA (siglas inglesas de la Agencia Espacial Europea) especializado en mitigación de problemas causados por los desechos espaciales, ha indicado a Mobile World Live (MWL) que la cifra ascendía a unos 6.100 en agosto de 2022.

CoordinaciónDiversas empresas planean constelaciones de satélites integradas por, al menos, varios centenares de artefactos, y por ello la demanda que recae sobre el espacio exterior empieza a ser muy elevada.

Lemmens explica que dicha circunstancia, por sí sola, supone un reto para los actuales sistemas de coordinación del tráfico espacial, que en gran medida aún depende de que organismos como la ESA se comuniquen entre sí.

Desde finales de los años setenta se viene debatiendo sobre la creación de un organismo mundial centralizado que se encargue de dicha coordinación, pero, según Lemmens, “por ahora no existe ningún mecanismo o tratado internacional que nos permita avanzar con facilidad”.

Lemmens explica que los actuales tratados sobre coordinación del tráfico “dejan la responsabilidad en manos de los Estados” y, aunque la situación cambiase, el grupo que se encargara de centralizar dicha tarea tardaría en ponerse en marcha y tal vez carecería de los medios necesarios para la plena aplicación de sus políticas.

El analista subraya que, si bien el sistema actual aún funciona, ya está en marcha un número importante de iniciativas privadas y gubernamentales que estudian la mejor manera de recopilar y difundir los datos pertinentes entre las operadoras de satélites y otras partes interesadas.

Una nube de desechos
Mark Dickinson (en la foto, a la derecha), vicepresidente del Segmento Espacial en Inmarsat, estima que el número de satélites en órbita “se incrementa en un centenar… cada dos semanas”. Casi todos los nuevos satélites se hallan en el rango LEO. Señala que “en todo el mundo hay entidades que efectúan un seguimiento del número de objetos, tanto los que están activos como los que ya solo son desechos”.

Son estos últimos los que plantean el mayor reto a la hora de garantizar la disponibilidad de espacio. Dickinson explica que los propios satélites se prestan a funcionar bajo un control “activo”. Cada uno de ellos ocupa “alturas” e inclinaciones “orbitales distintas”, entendiéndose por inclinación “básicamente el ángulo que forma la órbita con el ecuador”.

Pero la abundancia de desechos provoca una especie de efecto cascada: cuanto mayor es el número de satélites en el espacio, mayor es el volumen de chatarra que genera cada uno de ellos. No se trata, en absoluto, de un fenómeno nuevo.

En 1978, Donald Kessler, científico de la NASA, teorizó la existencia de un punto de masa crítica en materia de desechos espaciales, en el que las colisiones entre objetos existentes generarían más desechos y, por ende, más impactos.

El llamado “síndrome de Kessler” consiste en que amplias franjas del espacio podrían volverse inhóspitas para los satélites y otros objetos como resultado de dicho efecto.
Lemmens explica que los actuales sistemas de seguimiento detectan objetos a partir de 5-10 cm, pero señala que los más pequeños aún “pueden impactar con resultados catastróficos” y crear “nuevos desechos de fragmentación” y daños en naves más grandes.

Si bien los satélites actuales son más pequeños que sus predecesores, la escala que alcanzan las constelaciones de satélites planeadas implica que el riesgo de choque contra la basura espacial ya existente se mantiene.

Lemmens explica que varias organizaciones, como la ESA, se encargan de vigilar los desechos espaciales y de prever cualquier posible colisión a fin de preparar maniobras para evitarlas.

Pero dicho enfoque adolece de limitaciones, como por ejemplo las diferencias entre sistemas de vigilancia. Lemmens señala que la mayoría de las agencias han adoptado un enfoque práctico por el que comparten información. El analista reconoce que dicho sistema funciona, pero está lejos de ser ideal: “funciona porque tiene que funcionar”.

En estos momentos se está trabajando en la automatización y la estandarización de los sistemas de detección. Lemmens entiende que esto terminará por aliviar la presión que sufren los distintos organismos y señala que una solución de seguimiento de desechos espaciales no tiene por qué implicar a grandes organismos como la UIT.

Según Lemmens, la modelización de la evolución de los desechos espaciales asociada al despliegue de nuevas constelaciones LEO de grandes dimensiones viene a ser lo mismo que consultar una bola de cristal. “Todo se reduce a tratar de prever las tendencias y ver su influencia”.

Con independencia de la perfección o imperfección de dicho método, Lemmens entiende que “es probable que hayamos rebasado el punto a partir del que aumenta, de manera lenta pero segura, la cantidad de desechos” en órbita. Señala que ya llevamos unos 60 años de basura espacial y que si no se interviene el volumen de desechos crecerá.

Despejemos el espacio
Esto supone un problema para los organismos reguladores. Lemmens explica que las normas actuales “sirven para frenar o reducir la tasa de crecimiento” de desechos, “pero no la invierten”.

“Por ello, nos encontramos en una situación en la que, si queremos que el volumen de desechos se reduzca, tendremos que hablar de remediación activa, lo que implica la planificación de misiones encargadas de ir en busca de las piezas más grandes de desechos espaciales, como por ejemplo satélites o módulos de cohete de gran tamaño, y retirarlas.”

Por ahora, la necesidad de adoptar medidas contra las colisiones “se ha convertido en un imponderable”, lo que en opinión de Lemmens exige una mayor coordinación, así como conversaciones sobre “la aplicación de requisitos mucho más estrictos” referidos a la fiabilidad de las naves espaciales y los plazos requeridos para retirar los objetos en órbita una vez dejen de funcionar.

Mientras que Lemmens sostiene que la industria en general debería “intensificar” su respuesta a la creciente presencia de desechos, Dickinson explica que otras cuestiones entran en juego cuando tomamos en consideración el espacio disponible.

Señala que las operadoras de satélites LEO deben “sobredesarrollar” sus constelaciones de satélites para “satisfacer el pico de demanda”, porque sus artefactos giran en torno a la Tierra.

Dickinson observa que si se quiere duplicar la capacidad en un área específica, como puede ser una ciudad, “hay que duplicar el número de satélites de toda la constelación”.

Aparte del número de satélites necesarios para poner en marcha los servicios, hay otras cuestiones que afectan a la cantidad de espacio disponible. Dickinson explica que la vida útil típica de los satélites LEO se encuentra entre los cinco y los siete años, por lo que la planificación del final de dicha vida útil es esencial para garantizar que no se sumen a los desechos actuales.

Un elemento secundario, pero importante, es el modelo de negocio. La brevedad de la vida útil de los satélites empuja a las operadoras a embarcarse en una ronda casi constante de lanzamientos y desmantelamientos, lo que, según Dickinson, supone una fuerte presión sobre los gastos de capital.

Se trata de un ciclo de inversión que, según Dickinson, las empresas que aspiran a obtener contratos comerciales o gubernamentales no pueden evitar. Señala que la instalación de terminales compatibles en sectores como el aeronáutico y el marítimo puede requerir un esfuerzo considerable, por lo que los clientes “quieren garantías” de que el “servicio seguirá funcionando al cabo de diez años”.

La dinámica de mercado implica que los proveedores de servicios, casi con seguridad, necesitarán varias generaciones de satélites, lo que implica una presión sostenida sobre sus cuentas de resultados.

Dickinson explica que, por ello, los satélites actuales “tienen que ser muy baratos”. Son muchos los que tratan de controlar los costes mediante la simple eliminación de algunos sistemas redundantes que sí incorporan los satélites con mayor vida útil.

Así, por ejemplo, la cantidad de combustible que lleva el satélite para efectuar maniobras orbitales o evitar colisiones.

Las necesidades de combustible varían en función de la altura del satélite dentro del rango LEO. Dickinson explica que los que se hallan a una altura entre 400 y 500 km sobre la superficie terrestre “volverán de manera natural” a la atmósfera en un período de hasta diez años tras finalizar su vida operativa.

El inconveniente de operar en dicha franja es que “se necesitan muchos más satélites”. Por el contrario, si se trabaja a mayor altura dentro del rango LEO se necesitan menos satélites, porque cada uno de ellos “abarca una porción mayor de tierra”.

No parece que exista una panacea, y Dickinson señala que si los satélites se hallan a gran altitud las operadoras tienen que planificar su regreso a la atmósfera. “Si se lanza un satélite, en el momento en el que deje de funcionar habrá que poder… desmantelarlo sin peligro en un plazo de 25 años.”

La FCC (siglas inglesas de Comisión Federal de Comunicaciones, el organismo regulador estadounidense) propuso hace poco que los satélites inactivos se retiren de su órbita en un plazo de cinco años.

Dickinson acoge con satisfacción la medida, si bien señala que “la mejora que introduce en la situación de sostenibilidad es modesta”.

“Deberíamos esforzarnos como industria para alcanzar objetivos aún más ambiciosos, para que la limpieza se efectúe en meses, y no en años”, a fin de minimizar el riesgo de “posibles colisiones que generen desechos”.

La FCC no es la única entidad que está revisando los procedimientos que se establecieron, según Dickinson, hace veinte años, en un contexto en el que las constelaciones de satélites eran más pequeñas. Es preferible una limpieza rápida, “porque el satélite no controlado no es más que un cascote a la espera de colisionar”.

Dickinson, al igual que Lemmens, señala que el análisis del riesgo de colisiones y la información a todas las partes interesadas comportan ciertos desafíos. Pero también señala los retos que supone garantizar que ninguna entidad monopolice órbitas específicas.

Por supuesto, hay que tener en cuenta elementos medioambientales. Dickinson observa que Inmarsat está incorporando cada vez más el cambio climático a sus conversaciones sobre la sostenibilidad del espacio y destaca una “tensión entre el aspecto comercial”, en el que las empresas “aspiran a conseguir estas órbitas y hacerse con su titularidad, y el aspecto de la sostenibilidad”.

Reciclaje
El directivo explica que el rápido ritmo de los despliegues incrementa la presión para que se revise la normativa, porque la aplicación de las normas va a la zaga de los ambiciosos planes de las firmas que trabajan en el sector.

OneWeb está de acuerdo con ello. Un portavoz de esta firma ha declarado a MWL que el número de empresas que compiten por una porción del mercado de comunicaciones espaciales tendrá una repercusión positiva sobre los precios y la competitividad de los servicios, pero sostiene que “existen posibilidades de colaboración internacional y regulación inteligente destinadas a hacer frente al rápido crecimiento de la actividad espacial de carácter comercial”, y que las prácticas de concesión de licencias también son susceptibles de mejora.

El representante aboga por una colaboración continuada entre las operadoras de satélites, que abarque desde “el intercambio de información sobre las órbitas de los demás satélites hasta cuestiones más amplias en materia de políticas”.

Añade que “la industria y los gobiernos deben colaborar para establecer prácticas operativas y de diseño que se apliquen a escala internacional”.

El representante de OneWeb señala que la preocupación por la basura espacial y los daños medioambientales es una de las razones por las que su firma ha optado por ocupar los niveles superiores del rango LEO. “Hemos espaciado nuestros planos orbitales a diferentes altitudes, a fin de minimizar la complejidad operativa y mejorar la seguridad general”.

A continuación, afirma que “nosotros compartimos la preocupación por los desechos espaciales” y añade que los fragmentos más pequeños e imposibles de rastrear son los que suponen “la mayor amenaza para las operaciones en el espacio”.

La empresa se ha asociado con la firma japonesa Astroscale, especializada en eliminación de residuos y con las agencias espaciales británica y europea para lanzar un servicio de retirada de basura espacial “hacia finales de 2024”. Además, utiliza una herramienta para evitar colisiones producida por la firma cartográfica LeoLabs. Dicha herramienta “proporciona datos en tiempo real sobre la ubicación de otros satélites y basura espacial”, a fin de que las operaciones con LEO sean “más seguras y sostenibles”.

Si bien la industria del satélite es muy consciente de los desafíos actuales, la “fiebre del oro” suscitada por los LEO polariza el debate y agudiza la necesidad de hallar soluciones a un problema de desechos que ya está restringiendo el espacio disponible.

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